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El Viejo Verrugón - I: Cadenas pesarosas de mariscos


Ibo estaba asfixiándose, quería escapar, tomar sus cosas y huir, pero no podía, no encontraba el coraje que necesitaba. Estaba harto de levantarse y ver a su padre, odiaba escucharlo y sentir que habitaba la misma casa que él. Detestaba encontrárselo por los pasillos, añoraba el día en que él estuviera por fin muerto, aunque a veces no dejaba de sentir culpa por lo que sentía.


Su abuela, la madre del señor Ho, padre de Ibo, intentaba cambiarle las ideas pesimistas que tanto le atiborraban la cabeza: “No pienses esas cosas, hijo, tu papá se esfuerza, entiéndelo. Él te quiere mucho”. Ibo no se creía esas cosas, no lo sentía así, ya no lo soportaba más.


 

Hubo un día, hacce muchos años, en el que Ibo tuvo la oportunidad de salir de aquel martirio, de tomar sus cosas y marcharse sin despedirse, sin levantar sospechas. Estuvo tan cerca de su libertad, de marcharse de esa tierra de nadie que tantos dolores le provocaba, pero no pudo hacerlo. Se paralizó en cuanto estuvo a no muchos kilométros lejos de ese pueblo consumido por el polvo de los recurdos, no fue capaz de dejarese pueblucho lleno de olor a mariscos y pobreza.


“¿Y mi madre?”, volvió arrepentido.


Se sintió culpable porque los pensamientos no dejaban de ser ruidosos, chocar y marearle. Volteó a ver lo que estaba intentando dejar atrás y vio la figura de su madre, la señora Ho, allá, en esa casa de madera descuidada, echada en llantos, al maltrato del señor Ho. La vio herida, despedazada y sola, abandonada por el hijo al que ella tanto le había dado todo y con la casa reclamandole por qué le había entregado tanto a un hijo ingrato. Fue eso lo que lo confinó de nuevo a esa casa de bambúes y puertas corredizas hechas de papel.


Sin embargo, al regresar, Ibo ya no volvió a ser el mismo, porque había contado con la oportunidad de salir inadvertido, de encontrar una nueva vida y olvidarlo todo, pero ahora estaba condenado a seguir viviendo ahí,con el señor Ho. Quiso morir mientras regresaba, volvió con el alma muerta pero sabiendo que hacía lo correcto por su madre. Ibo deseabaque lo atropellaran o que la tierra se abriera y lo despedezara, pero en ese pueblo sucio nunca sucedía nada, incluso parecía que la muerte nunca rondaba por ahí, hace mucho que los viejos del hogar jeriatrico había dejado de enterrar gente, nadie parecía morir, no había noticias de nada más que de los descuentos de mariscos que a veces salían en el mercado, eso era lo único que como que alborotaba a la gente, ahí todos dejaban el hastio rutinario que los consumía.

 

Ibo continuó bajo esa casa triste, rasgada y pálida, sin que nadie nunca supiera todo lo que había estado tragando. No quería a su papá, no quería ser como su papá, no quería tampoco heredar esa putrefacta tienda de mariscos que su papá había heredado de su abuelo, solo añoraba estar lejos.


Estaba harto de la cantaleta de su padre.


Por años soportó esas charlas sermónicas en las que el señor Ho, en sus constantes borracheras, le mencionaba cuánto quería que Ibo tomara la tienda de mariscos y la manejara. Esa tienda era el tesoro familiar de los Ho. Siempre vendían a buen precio y la mayor parte del pueblo prefería comprar en ese lugar los mariscos que vendían. Ibo intentaba no escuchar todo lo que su padre le mencionaba sobre la herencia, trataba de pensar en otras cosas, como en hacer que de alguna manera su madre abriera los ojos y decidiera por fin abandonar a su padre en alguna tarde o noche de esas en la que él estuviera desprevenido. A veces también se imaginaba en la ciudad, estudiando alguna carrera, saliendo adelante para no tener que volver nunca a ese pueblo en el que tanto fue infeliz. Sin embargo, resultó que, con el tiempo, la retahíla de la herencia logró combatir y expulsar de la mente de Ibo todas las vías de escape y volvió a anidársele en la cabeza como un madero de tormento. La idea de huir por fin y salvarse de ese señor le saltaba en el alma de nuevo con algo de esperanza, pero no bastaba, el efecto duraba poco, no había cura ya.

 

Ibo dejó de comer, adelgazó mucho más de lo que ya estaba. La preocupación parecía estar personificada en él por esa exacerbada pensadera que lo consumía de día y de noche. Su estómago no lograba recibir alimento, no encontraba apetito, pero se devoraba a sí mismo buscando algún alivio de su dolor.


Ibo estaba tan desesperado que los dolores de cabeza le iniciaron como migrañas, luego fueron aumentándole tan de súbito que, sin previo aviso, luego de algunos meses, llegó a convulsionar en silencio, sin aviso. Sintió alivio, pensó que la muerte por fin empezaba acercarse de apocos.

 

Al cabo de un tiempo, y ya cuando dichas convulsiones fatigosas eran tan frecuentes, hubo un día en que el señor y la señora Ho, en una tarde otoñal, vieron a su hijo tirado en el cuarto, descarriado por sus convulsiones luego de haber escuchado un ruido muy fuerte. Se pegaron el susto de sus vidas al verlo, como pudieron intentaron ayudarlo, perono reaccionaba, lo vieron tan grave que pensaron que hasta ahí les había llegado su hijo; sintieron la muerte también.

 

El señor Ho, aunque fuerte en su temperamento, sintió tanta angustia por su hijo que hizo de todo por llevarlo con los mejores médicos de la ciudad. Evento extraño en él, porque no creía en la medicina, sino en sus dioses y en los ritos que había aprendido de sus abuelos y bisabuelos. Venía de una familia muy arraigada en tradiciones y supersticiones; la señora Ho había logrado quitarle algunas de esas mañas, pero no logró arrancárselas del corazón. Sin embargo, pese a las convicciones que cargaba con pesadez, corrió sin pensarlo, con su hijo, hacia esos hombres sin fe de bata blanca, creyendo que serían de utilidad. Pero Ibo no respondió a ningún tratamiento médico, para colmo, empeoraba. Ibo tenía asustado a su papá porque volteaba los ojos cada vez que lo veía angustiado por él, en su mente se deçia que el único afán de su padre era que Ibo no muriera para que nadie más se quedara con la herencia de mariscos.


Vomitaba de escuchar al señor Ho decirle que quería verlo sano para que pudiera heredar la tienda de mariscos, esa que tanto quería que disfrutara.

 

Los tratamientos médicos finalmente no rindieron fruto, no funcionaron, pero al poco tiempo Ibo fue mejorando. Él mismo encontró su remedio: dejó de hablar en la casa, no decía ni un hola, ni decía tener hambre, se volvió mudo y se aisló de todos en todas partes. Al principio funcionó, pero luego se puso peor, porque todos en el pueblo habían olvidado su nombre, lo que resultó en que lo llamaran “el hijo del marisquero”, acentuando su desdicha y recordándole aún más esa herencia de antro pestilente con hedor a salmuera y descomposición que le esperaba: mariscos, sí, crustáceos y moluscos, camarones frescos y congelados, cangrejos, langostas vivas y cocidas, mejillones, almejas y ostras frescas, calamares, pulpos, langostinos, caracoles de mar y conchas.

 

Ibo pensaba día y noche, en todos esas desagradables escamas que quedaban ahí varadas en esa tienda junto con caparazones rotos de quién sabe qué criatura. Así era la tienda de los Ho. Recordaba ese purgatorio y se le ponía la piel de gallina solo de vislumbrar dicha tienda a la que el señor Ho tanto le había obligado a ir varias veces. No quería terminar con la misma mirada perdida de su padre, ni con esas manos ásperas de tantos cuchillos mellados, redes enredadas, balanzas pegajosas y escamas incrustadas en la piel. ¿No le bastaba al mundo con haberlo hecho hijo del señor Ho como para ahora tener que sufrir una penitencia en el infierno de esa tienda marisquera?



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